La crisis de medios en Colombia

Ya van varias semanas de una dinámica intensa por parte de los grandes y medianos conglomerados mediáticos colombianos, periodistas y la FLIP avanzando la idea de que el gobierno actual «alienta la criminalización» a medios y periodistas y que cualquier comentario —por inocuo que este sea— de parte de quienes apoyan al gobierno es re-encuadrado en la esfera pública como un ataque auspiciado por el mismo Petro.


Me ha sido imposible seguir en detalle esta cadena de escándalos porque el ritmo es de una intensidad tal, que me requeriría pedir una licencia laboral para poder abordar el asunto a cabalidad. Sin embargo, la mañana del 8 de junio me levanté a un nuevo nivel de efervescencia que me hizo sentir obligada a intervenir nuevamente. Ya lo había hecho, hace un par de semanas, en respuesta a un comunicado de la FLIP que, argumento, descontextualizó un tuit de Petro acerca a las declaraciones de Salvatore Mancuso acusando a Francisco Santos (periodista y ex-vice presidente) y al periódico El Tiempo de haber colaborado con el paramilitarismo. El comunicado fue bastante efectivo en desviar la atención de las declaraciones de Mancuso en contra uno de los medios más poderosos del país (so pretexto de que no eran nuevas) y poner el foco en los supuestos «tintes autoritarios de Petro».

El último escándalo parecería emerger, otra vez, en un contexto donde es conveniente desviar la atención, pues fue en reacción una pancarta (dirigida a Caracol, RCN, La W, Caracol Radio, Red+ y Revista Semana), exhibida en las manifestaciones en apoyo a las propuestas de reforma por parte de gobierno, que tuvieron lugar ayer 7 de junio de 2023. Estas propuestas —que buscan un reajuste a favor de las mayorías que implicaría cierta limitación a la acumulación desmedida de capital de los dueños del capital— están siendo resistidas ferozmente por (precisamente) todos los grupos de poder que siempre han gobernado a Colombia. Dado que los medios dominantes —incluso los más pequeños, como La Silla Vacía— pertenecen a esos mismos dueños del capital para quienes las reformas representan una amenaza —Juanita León y su familia, por ejemplo, se usufructuaron enormemente de la explotación laboral inherente al modelo de negocios de Quala—, no es sorprendente que estos mismos medios y periodistas estén desplegando todas las armas de la retórica y la propaganda para recuperar el control de la narrativa para, por un lado, impedir que Gustavo Petro y Francia Márquez cumplan con su plan de gobierno, por el otro, asegurarse de que nunca más un proyecto de izquierda o de centro-izquierda llegue al poder.

En el mundo contemporáneo, la lucha retórica —crucial en las democracias liberales— se lleva a cabo en el espacio mediático, y éste —particularmente en Colombia— se ha transformado radicalmente en los últimos años. Mi hipótesis informada es que la revolución en las comunicaciones ha permitido fracturar la homogeneidad de los discursos que circulan en la esfera pública, homogeneidad ésta que antes era garantizada por el monopolio absoluto de los medios de producción y circulación de la información de los grandes y medianos conglomerados mediáticos a los que pertenecen periodistas de los centros urbanos de poder (sobre todo de Bogotá y Medellín).

En tal contexto, la aparición de las redes sociales ha entonces servido para descentralizar el flujo de información y conectar voces desalineadas con las narrativas dominantes, es decir, para democratizar el acceso a la esfera pública. Esto ha contribuido a acelerar la pérdida de legitimad con la que gozaba hasta hace algunos años el gremio periodístico en Colombia, precisamente gracias al monopolio del que disfrutaban, por una razón simple: a mayor acceso a la esfera pública, mayor control ciudadano a medios y periodistas—ambos intocables hasta hace poco. Más aún, a mayor control ciudadano, más fácil se hace registrar, evidenciar y diseminar los sesgos y las prácticas de desinformación y de agenda setting que han sido una constante en la historia del periodismo colombiano.

Todo esto termina entonces por funcionar como catalizador de un hastío generalizado en la ciudadanía del común que se ha venido sedimentando por mucho tiempo y que en la coyuntura actual —por lo que está en juego, en especial para los nadies que esta vez sí parecerían tener representantes en el corazón del poder estatal— esta emergiendo con rabia en las calles y en las redes sociales.

El tuit que desató la última iteración de lo que venimos viendo desde hace varias semanas es sencillamente una lectura hiperbólica y tergiversadora —desde el prisma de la supuesta acción violenta supuestamente alimentada por Petro— de una crítica — formulada desde un imaginario popular católico— hacia grandes medios, por su clara toma de posición en contra de la reforma laboral. Tal lectura, aunque hiperbólica y tergiversadora, ha sido replicada de modo acrítico sin cesar por mucho/as periodistas de los medios dominantes. La reacción del gremio a la pancarta constituye, de hecho, una perfecta mise en abyme de la situación: una distorsión (a través de la hipérbole) en función de una agenda concreta (hacer calar la idea de que el gobierno de Petro es peligroso para libertad de prensa) en respuesta a una crítica al gremio por sus distorsiones. (Y dicho sea de paso, respecto a cómo los medios dominantes han reportado acerca de las reformas habría material suficiente para otra entrada).

En lo que me concierne como especialista en estudios culturales y de medios, me resulta indignante que periodistas que sistemática e incondicionalmente se han alineado con las narrativas oficiales de los sucesivos gobiernos de Colombia equiparen críticas y/o insultos con «violencia» —más en un país que prácticamente reinventó la violencia— y pongan la responsabilidad no sólo de la crítica, sino de la forma que ésta toma, directamente a los pies del gobierno actual, cosa que jamás han hecho con anteriores gobiernos. Ni siquiera cuando se trataba de brutalidad policial, como la que se vivió durante el paro de 2021 bajo el gobierno de Iván Duque; o del asesinato de miles de personas pobres (los mal llamados Falsos Positivos) bajo la presidencia de Álvaro Uribe y el ministerio de defensa de Juan Manuel Santos. Me pregunto si es que esperan que Gustavo Petro controle el imaginario popular del bien y del mal en un país que ha sido educado por el catolicismo más rancio del continente y el melodrama de las telenovelas.

Pero las preguntas de fondo en realidad son otras: ¿son las críticas a los medios dominantes y a sus periodistas fundamentadas? o ¿hacen las críticas, en particular desde la izquierda, parte de una estrategia del actual gobierno de Colombia para coartar la libertad de prensa? ¿Han actuado los medios dominantes en Colombia como órganos para informar a la ciudadanía o para construir consenso ciudadano en torno a programas de gobierno que defienden los intereses de sus dueños y de las clases medias y altas urbanas en detrimento de los intereses de quienes están en la base de la pirámide social?


Respuestas a estas preguntas se encuentran en la investigación de medios en Colombia, la cual —respecto a cómo el periodismo colombiano enmarcó e intervino en el contexto del conflicto— tiene una larga y rica historia e incluye trabajos acerca de cómo el reporte de noticias (tanto en los noticieros como en la prensa escrita) construyeron a las FARC —en contra de la evidencia factual— como el principal y más cruel actor violento en Colombia, mientras ocultaban el rol de los militares y minimizaban —cuando no abiertamente justificaban— el de los paramilitares (véase Bonilla 2002; Bonilla y Tamayo Gómez 2007; Olave 2014; García-Marrugo 2013; García Marrugo 2017); de cómo atribuían a las FARC crímenes cometidos por terceros, como el famoso «collar bomba»; de cómo bajo el gobierno de Álvaro Uribe, los medios dominantes contribuyeron a la separación simbólica de la «nación» (en el sentido de «comunidad imaginada») entre un «nosotros» —la ciudadanía de bien— y un «ellos» —los terroristas y los desechables (véase Giraldo 2015, Giraldo 2021); de cómo apoyaron sin restricción a dicho presidente y a su proyecto autoritario —el cual se ensañó con la Colombia pobre, rural, indígena, y negra, i.e., la Colombia de los nadies— garantizando así que tanto él como su proyecto mantuvieran la hegemonía durante veinte años (véase Vélez López 2007; Lobo 2012); de cómo los periodistas de los grandes conglomerados tendieron a privilegiar fuentes estatales (militares y oficiales gubernamentales), lo cuál lógicamente se traducía en un ocultamiento del rol del ejército y de la policía como actores violentos del conflicto (véase Serrano 2016; Contreras Rodríguez 2018).


Otras investigaciones recientes han mostrado cómo durante el proceso de paz las dos principales cadenas de televisión, Caracol y RCN, y los dos únicos periódicos nacionales, El Espectador y El Tiempo —el cual abiertamente apoyó a la extrema-derecha, que proponía «hacer trizas el acuerdo», en las elecciones de 2018—, avanzaron opiniones fuertes acerca del proceso de paz.


Toda esta investigación —que es mucho más amplia y completa que lo que puedo permitirme abarcar en esta entrada de blog— demuestra hasta qué punto el ecosistema de medios dominante ha sido homogéneo en su esfuerzo por mantener un consenso ideológico en Colombia. Este consenso fue respecto a varios elementos y enfoques —incluyendo la misma noción de ciudadanía, i.e. quiénes deben tener derechos y quienes no— que facilitaron la expansión del terrorismo paramilitar y estatal en contra de los sectores más desfavorecidos: los nadies, cuyos intereses el gobierno actual prometió defender.

Ante cada crítica que reciben «los medios», mucho/as periodistas —en particular los/as que pertenecen o quieren pertenecer a la poderosa clique de Bogotá— exclaman apasionadamente por Twitter #NoTodosLosPeriodistas, una adaptación burda de las reacciones masculinistas (#NotAllMen) al #MeToo en la manosfera y que puede leerse de manera análoga a la estrategia de auto-victimización que quienes siempre han tenido poder o pertenecen a grupos privilegiados están sistemáticamente desplegando en reacción a las demandas cada vez más frecuentes de responsabilidad (accountability) por sus acciones pasadas y presentes.

Es cierto que efectivamente no todos los periodistas son iguales, particularmente en el contexto de alta centralización y desigualdad entre centros-urbanos y rurales características de Colombia que, en efecto, ha garantizado la perpetuación de una enorme brecha entre el periodismo realizado a nivel nacional por los grandes medios —que pertenecen a muy pocos grupos/familias— y el que se hace a nivel local y rural. Más aún —y como lo reportaron Alicia Prager y Michael Hameleer en un estudio sobre las percepciones entre los periodistas acerca del llamado Peace Journalism en el contexto del conflicto colombiano— ninguno de lo/as 16 periodistas regionales que entrevistaron «evaluó la labor de los medios de comunicación nacionales en términos positivos», y uno de ellos afirmó que aunque los verdugos de «la mayoría de las víctimas del conflicto que él/ella ha conocido personalmente, durante su labor de periodista en la Colombia rural, fueron los grupos paramilitares, su audiencia culpaba a las FARC de todo». Este último punto resuena contundentemente a la luz de los trabajos de Alexandra García-Marrugo, quien demostró en su tesis doctoral que la percepción del conflicto por parte de la mayoría de lo/as colombianos/as a quienes éste no afectó directamente (i.e. que no fueron víctimas) «es completamente opuesta a lo que las estadísticas demuestran». Tal percepción contra-factual no emergió por arte de magia en los cerebros de las personas, sino que fue diseminada por quienes tienen la labor de informar.

Vale la pena también aclarar que son los periodistas rurales quienes viven en estado de zozobra precisamente porque habitan en zonas apartadas de conflicto y no hacen parte del establecimiento periodístico (son prácticamente anónimos en el contexto nacional). Las amenazas que estos periodistas reciben son serias, de carácter personal, suelen llevarse a cabo y, entonces, son incomparables con el simple insulto impersonal y generalizado que aquellos con inmenso poder hiperbolizan como «violencia».

Cuando se tiene esta visión histórica de más larga data —un panorama que deberían tener la mayoría de los sujetos en posiciones de cierto poder que están acusando al gobierno actual de movilizar discursos de odio contra la prensa— asombra la absoluta falta de consciencia de sí mismos y de distancia crítica, y esto es difícil de no leer como cinismo. Aunque es cierto que los ataques repetidos por las redes (incluidos insultos) tienen un impacto en el bienestar de quienes las usan—razón por la cual tanta gente ha dejado Twitter después de la compra de la plataforma por el auto-proclamado «absolutista de la libertad de expresión», Elon Musk—toda/os quienes participamos en los debates políticos recibimos una batería de insultos y amenazas proporcional al número de seguidores que tenemos y al impacto de nuestros tuits. Las mujeres en particular somos las más afectadas por este fenómeno.

Sin embargo estos insultos en redes palidecen en comparación con la verdadera violencia simbólica y el discurso de odio que muchos medios y periodistas han destilado sistemáticamente contra, por ejemplo, Francia Márquez. Así no se trate del 100% de los miembros del gremio, el patrón de representación denigrante, racista y clasista de Márquez en el panorama mediático es incontestable y, entonces, la generalización es apta. Esta generalización también es adecuada si personajes como Vicky Dávila (a quien sólo recientemente, cuando ya bajó más allá del fondo, el gremio empezó a cuestionar a pesar de que su labor siempre ha sido terrible), Claudia Gurisatti (quien entrevistó a Carlos Castaño en agosto de 2000), Luis Carlos Vélez, Darío Arizmendi (quien hizo un Cara a Cara con el mismo Castaño antes de Gurisatti), Néstor Morales, Salud Hernández, María Isabel Rueda, Darcy Quinn, Gustavo Gómez, María Andrea Nieto, etc. tuvieron y/o siguen teniendo el poder de llegar prácticamente a todos los hogares del país.

Otro ejemplo flagrante es Daniel Samper Ospina, quien hizo carrera publicando representaciones in extremis misóginas, homofóbicas, racistas, y aporofóbicas durante los catorce años que estuvo dirigiendo a SoHo. Estamos hablando del mismo Samper Ospina que se quejó del físico de las periodistas de La W que aceptaron servirle de modelos, sin cobrar por ello, porque no le daban la talla —«falta casting» le dijo a su amigo Julio Sánchez Cristo— y se refirió a la más atractiva según él —quien en los primeros quince años del siglo veintiuno se erigió como juez absoluto del deseabilidad sexual femenina de Colombia y Latinoamérica— como «gurrecito arrechante». El mismo que a la crítica que María Jimena Duzán formuló respecto a la decisión de las mismas periodistas —e indirectamente a SoHo— respondió como solía hacerlo con todo aquel que osaba contradecirlo: usando su tribuna para ponerla en su lugar, en este caso, ridiculizándola ante el lectorado que ambos compartían en Semana. (Este evento lo analizo en detalle en mi más reciente artículo académico).

Por su lado, Revista Semana, aunque en 2019 llegó al inframundo, tampoco era un modelo ejemplar bajo la dirección de Alejandro Santos Rubino (otro Santos, ¡qué casualidad!), pues se alineó siempre con Álvaro Uribe a pesar de (¿quizás precisamente por?) el ultra-autoritarismo inherente a su programa de «Seguridad Democrática». Y de La Silla Vacía —quien mientras terminaba yo esta entrada publicó el tuit a la derecha (subsecuentemente eliminado) en el que insiste en seguir llamando al presidente «ex-guerrillero»— mejor ni hablemos.

Este brevísimo recuento es parte integral de la historia de los medios en Colombia. Pero el gremio insiste en auto-victimizarse y en tomar cualquier comentario negativo hacia su labor histórica (durante el conflicto) y puntual (desde 2016 cuando se empezaba a vislumbrar que uno de los efectos de la desaparición de las FARC que traería la firma del acuerdo sería, efectivamente, que los proyectos políticos que apuntaran a desestabilizar el statu quo consiguieran la legitimidad necesaria para llegar al poder) como un ataque; y a quienes las pronunciamos, como miembros de una masa descerebrada y violenta (las «hordas» de Yohir Akerman). No sé si algún día el gremio periodístico —es un asunto gremial y estructural y no individual, que es otra de las ideas que el #NoTodosLosPeriodistas pretende avanzar— decida asumir la responsabilidad que han tenido en la perpetuación de la violencia simbólica y material contra los nadies del país. Mientras tanto, quienes nos hemos dado a la tarea de registrar y estudiar la historia de los medios en Colombia, seguiremos haciéndolo contra viento y marea.

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